viernes, 23 de marzo de 2012

Un viaje en tren


El tren sale a la hora prevista de la estación. Durante los primeros kilómetros el paisaje que nos rodea es feo, con infinidad de vías que se entrecruzan, cables, locomotoras y vagones estacionados, vallas y  edificios mal cuidados. Se me ocurre pensar que donde acaba el andén hemos atravesado un telón que separa la parte noble de la estación,  vistosa y cuidada, de la trasera o de servicio por donde estamos pasando ahora, mas oculta y  poco agradable a la vista,  pero cuya existencia es imprescindible.


Poco a poco el tren gana velocidad y va  dejando atrás el paisaje urbano, empiezo a ver a lo lejos el mar. Hay momentos que nos acercamos tanto a él que desde mi asiento, parece que flotamos sobre el agua. Creo que hoy tengo la fantasía un poco exaltada, empiezo a imaginar que veo el  tren desde muy arriba y que va  pasando por la línea de la costa como, si fuera la raya que un lápiz dibuja sobre el mapa. 

El vagón va medio lleno, son las 4 de la tarde y los viajeros de mí alrededor empiezan a cerrar los ojos y  a dejar caer la cabeza a un lado. Yo sigo mirando por la ventanilla, pero las imágenes que comienzan a pasar lentamente por mi cabeza en forma de fotogramas, rememorando todo lo que he visto estos dos días, es síntoma inequívoco de que una modorra empieza a acecharme, ayuda mucho la calefacción, el silencio y el cansancio acumulado. Pronto empiezo a retroceder en el tiempo y las imágenes son de mi infancia, cuando mis padres me llevaban al pueblo en tren. Me encantaba, desde entonces siento una atracción especial por lo ferroviario. 

Noto que los músculos se relajan y tengo por delante unas horas de paz y sosiego, hasta creo que  he empezado a soñar, sigo en mi pueblo y tan real es la ilusión que oigo un gallo cantar,  como hacía por las mañanas el que tenían en casa de mi abuelo. El caso es que…  el gallo va subiendo el volumen, lo debo tener a mi lado porque lo escucho como pegado a mi oreja. 

¡Caray! No estoy fantaseando, está cantando un gallo aquí mismo, dentro del vagón, ¡no es posible! Está prohibido llevar animales, pienso tontamente. Giro la cabeza a mi izquierda y rápida como el rayo deduzco lo que pasa.

¡Disculpe! Le digo a mi vecino de asiento,  tengo que insistir de nuevo dándole un golpecito en el brazo ¡Disculpe!, lleva puestos unos auriculares, se ha dormido y no me oye. Abre los ojos como platos y me mira con cara de susto,   Ese gallo que canta,  ¿no será su móvil? Le pregunto.

Pues sí,  era su móvil y él el único  pasajero al que no había despertado. En fin, se nos acabo la siesta, pero mi odio cariñoso hacia los móviles inoportunos sigue en aumento.  

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